Psicoanalista en Barcelona | Psicoanálisis

TIGRE, TIGRE Y EL MUNDO DE LA HISTÉRICA

El hombre es un animal nostálgico que sueña con la completud.

Sigmund Freud

Este trabajo consta de dos partes, un cuento titulado Tigre, tigre, que viene a continuación, y después un artículo que aprovecha el primero como modo de ilustrar la estructura histérica.

TIGRE, TIGRE (IN ICTU OCULI)

-¿Central de alertas?… Hola, voy a salir, ¿hay toque de queda? ¿Se sabe algo del tigre?

Me respondieron que no, que no sabían nada del tigre, y que la última vez que lo habían visto había sido fuera de la ciudad. Tenían un aviso de Esplugues, así que podía salir sin miedo.

Debo decir que vivo en un barrio tranquilo, aunque no lo parezca por lo que acabo de explicar. Aquí no suele pasar nada. Vivimos en armonía una colonia india, otra árabe, los gitanos, y los tanjauiis como yo, que venimos de ninguna parte, no pertenecemos a ningún lugar y no estamos en el mismo sitio más de cinco años. Así pues es un barrio tranquilo, excepto por una rareza que en realidad afecta a toda la ciudad: hace varias semanas que somos visitados por un tigre. Varias personas lo han visto, siempre por la noche, y eso ha ocasionado accidentes lamentables. No es lo que estáis pensando; este tigre no se ha comido a nadie. Todavía. Los desastres a los que me refiero han sido realmente accidentes. Parece que hay gente que enloquece al verlo, pierde el control del vehículo, corre hasta reventar, sufre un ataque al corazón, etc. Qué pena. Una corriente de inquietud se ha extendido por la ciudad y de ahí que se creara la Central de alertas. Si algún ciudadano logra verlo debe informar de inmediato a la Central. También hay helicópteros con cámaras especiales que sobrevuelan la urbe y alrededores y nos mantienen sobre aviso. Todos los intentos por apresar al tigre han fracasado y al final se ha llegado a una conclusión: el tigre es virtual aunque existe, es una ilusión pero aparece; el tigre es una paradoja y hay que aceptarlo, así que nos protegemos y lo asumimos. Hay personas que han huido de la ciudad incapaces de controlar su miedo, pero la mayor parte nos hemos quedado. Lo único que debemos hacer es llamar a la Central si queremos salir y averiguar si el tigre está visitando nuestra zona. Como hice yo esa noche. Antes de ir a pasear.

Los tanjauiis somos un poco peculiares, nos relacionamos raramente, incluso entre nosotros. Preferimos las sombras a la luz, seguramente porque, excepto casos extraordinarios, somos insomnes. Yo creo que podemos resultar personas bastante aburridas y por ese motivo no he querido nunca mostrarme demasiado sociable con el resto de colonias. ¿Qué podría yo contarles? No he hecho nada memorable en mi vida. Las cosas que me gustan no interesan a nadie, ni siquiera al resto de los tanjauiis. Revelar a un desconocido que colecciono piedras, que me paso horas observando a los pequeños dragones que acuden a la luz del farolillo en mi terraza, o que leo todo lo que me cae en las manos sin mucho criterio, no es algo que me apetezca.

Así que, como decía, esa noche me preparé para recorrer las calles. Me puse mi viejo sombrero de fieltro, el sobretodo verde oscuro y salí de casa. No iba con ningún rumbo determinado, sólo quería caminar un poco, estirar las piernas. Paso mucho tiempo en casa y de vez en cuando me apetece dar una ojeada al mundo exterior. Decidí bajar la callejuela donde vivo y torcer a la izquierda. Era una noche bastante clara, la luna estaba ya casi llena y tenía un halo azulado que le prestaba una apariencia irreal, extravagante incluso. No hacía frío, era ya diciembre y sin embargo el aire seguía tan cálido y acogedor como en verano. Aspiré profundamente con satisfacción; una de las alegrías de mi monótona vida son estas expediciones nocturnas. Debían de ser como las doce y no me crucé con nadie. Los indios y los árabes se recogen pronto, especialmente las mujeres, y los de mi propia colonia son difíciles de ver, tenemos un talento natural para pasar desapercibidos, incluso para nosotros mismos, que nos reconoceríamos en cualquier parte del mundo; si lográsemos vernos, claro. Bueno, llevaba una media hora deambulando cuando, al pasar junto a un callejón sin salida, oí un susurro. Miré en esa dirección, es una vía estrecha y mal iluminada que conduce directamente a una tienda de bicicletas de segunda mano. Me detuve prestando atención.

-Ey, tú, ven, ven. -Oí en un tono de exigencia que no esperaba.

Como no soy miedosa, me adentré por el pasadizo sin pensármelo dos veces. Bajo la luz de una única farola, arrimado al portalón de las bicicletas, vi a un gitano. Le recordaba del barrio, era un tipo bajo y cuadrado con una cara expresiva en la que destacaban unos saltones ojos pardos y una nariz de pajarraco. Me sonrió con cierta inquietud cuando llegué hasta él.

-Te he olido. Tú eres uno de los tanjauiis. A vosotros os distingo gracias a que tengo un olfato muy desarrollado. No deberías haber salido esta noche.

Mientras hablaba me di cuenta de que, aunque intentaba disimularlo, respiraba con dificultad y sus ojos parecían los de una rana asustada.

-¿Por qué lo dices? -Le pregunté.

-Debiste llamar a la Central, tanjauii, qué descuidada.

Le dije que lo había hecho y que no había peligro. El gitano feo puso en blanco sus ojos de batracio.

-Pues no se enteran. El tigre ha bajado.

-¿Lo has visto? -Quise saber. Empezaba a entender el motivo de su miedo.

-¡Quita! -Juró algo que no entendí-. Lo llego a ver y me da un pasmo, ya sabes lo que cuentan; lo he olido.

-¿Dónde? -No acababa de creerle pero quería creerle.

-Aquí, aquí al lado; ha pasado hace un momento. Lo he olido a tiempo y me he pirao. Iba en la misma dirección que tú, hace cinco minutos.

-¿Y a qué olía?

El gitano me miró como si le hubiera ofendido.

-Pues a tigre, ¿a qué va a oler, tanjauii? A tigre.

En ese momento, justo en ese momento, le oí: un sonido blando, acolchado, como el de la nieve. Un sonido surgido de la nada, que apenas era algo y que sin embargo lo silenció todo; el sonido de los pasos del tigre. Miré hacia la boca de la calle pero no vi nada, y cuando me volví de nuevo, el gitano había huido.

 -¡Qué extraordinario es todo esto! -exclamé.

 Los tanjauiis no somos miedosos, creo que ya lo he dicho, y nos relacionamos bien con las sombras. Pero me encontré sola en aquel pasaje, con el enigma de un gitano desaparecido y el sonido de los pasos de un animal grande que no veía. ¿Qué hacer? Sentí frío, como si de súbito hubiera caído sobre mí el invierno. Alcé la vista al cielo, espesas nubes cenicientas lo cubrían todo en un mal presagio. Pensé que mi paseo había acabado y que lo más sensato sería regresar. «Si es que el camino está franco», me dije. Volví sobre mis pasos mirando a derecha e izquierda y por encima del hombro con cierta aprensión, para qué negarlo. No vi ni un alma, ni rastro del gitano, ni rastro del tigre…

Durante las noches siguientes encontré excusas lo bastante atractivas como para quedarme en casa. Mis dragones habían criado y me entretuve observando a los pequeños nacidos al calor del verano. Clasifiqué mis piedras en diferentes tonalidades de pardos por enésima vez. Cambié de sitio los muebles del comedor aunque no hacía falta. Y apenas dormí. Llamé a la Central de alertas por si sabían algo. No tenían ninguna noticia. No sabían nada del tigre. Ignoraban que hacía poco había visitado nuestro barrio, y no me tomaron en serio cuando insinué haberlo oído.

A la quinta noche decidí aventurarme de nuevo. Puedo ser capaz de aceptar en mí muchas imbecilidades pero me hunde reconocer que no hago algo simplemente porque no me siento capaz. Mi vida ya es bastante pequeña, sólo me tengo a mí misma, no quiero pasar mis días con una decepción por compañía. Además, dormía menos de lo que se considera necesario para conservar la salud mental. «Voy a salir», me dije, «voy a salir esta misma noche». De nuevo cubrí mis cabellos con el sombrero de fieltro y me puse el sobretodo. Debía de ser más tarde que la otra vez. La calle estaba igualmente desierta, el aire blando y enrarecido, el cielo color plomo. No era una noche apacible, había algo en el ambiente que me hizo pensar en lo que deben de sentir los escaladores perdidos en la montaña justo antes de aceptar que la naturaleza les ha abandonado, que van a ser barridos por un alud gigantesco. Eso pensé, pero no hice caso, tengo mucha imaginación y a veces me juego malas pasadas a mí misma. Hice el mismo camino de la otra vez, cuando pasé por la callejuela donde había visto al gitano me detuve un momento, estaba desierta. Decidí continuar, hay un tramo del recorrido hacia la playa en que se pasa delante de un parque donde las mañanas soleadas la gente va a pasear a sus perros. Es una zona muy bonita llena de árboles con un invernadero de especies tropicales al fondo que, milagrosamente, siempre está limpio; es una delicia sentarse allí en un banco. Los individuos de las otras colonias lo aprovechan más que los tanjauiis, son más sociables, pero a mí me gusta mucho.

No sé por qué hice lo que hice, a veces no tengo explicación para las cosas que me atraen, la cuestión es que el parque estaba abierto y decidí entrar a dar una vuelta. Me había adentrado unos metros cuando me llegó un olor inusual. No era desagradable (pensé en el gitano), era un aroma desconocido, fuerte y a la vez delicado, ¿cómo explicarlo? Era como un recuerdo de algo olvidado durante generaciones, algo que sólo el cerebro primitivo oculto bajo nuestro sofisticado seso racional podía identificar. Entonces me volví, sabiendo una décima de segundo antes lo que esperaba a mis espaldas. Allí estaba el tigre. Me gustaría poder decir que me miraba, pero no sé si faltaría a la verdad. Lo que sí era cierto es que se trataba de un ejemplar muy grande, muy, muy grande. Su pelaje era tan lustroso y elegante que me hizo sentir miserable y absurda con mi pobre abriguito de tanjauii sin patria. Estaba sentado sobre sus cuartos traseros, sus patazas color canela firmemente asentadas en el suelo de tierra; no se movía. Yo tampoco me moví. Busqué sus ojos, creí distinguir un brillo grisáceo, una lucha interna, creí ver un espejo donde reflejarme. Creí ver una ráfaga de humanidad, de reconocimiento, pero seguramente era mi imaginación. Pensé que yo estaba buscando un ancla en sus ojos, un lugar donde agarrarme y sentirme segura, el regreso al país perdido de los tanjauiis que tanto tiempo atrás se había hundido en las aguas dejándonos a la deriva en un naufragio eterno.

Lo que vino después fue muy rápido. Ya nunca podré contarlo como me gustaría. Una imagen fugaz de marrones y rayas desquiciadas en negro. Mi grito debió de oírse en todo el barrio. Puede que incluso más allá.

No me defendí.


EL MUNDO DE LA HISTÉRICA

Escribí el cuento del tigre hace más de diez años, cuando vivía en el barrio barcelonés del Raval. Al releerlo recientemente me pareció apropiado utilizarlo como tema para ilustrar la posición femenina, la estructura histérica y la pulsión de muerte.

Quien soy ahora puede abordar este relato con nuevas claves, distintas a las que tenía cuando lo escribí; la intención, o la fuente, inicial, se ha ido difuminando con el tiempo y prácticamente me parece que lo escribió otra persona.

Esta pequeña historia es la fantasía de una mujer solitaria que anhela la completud. Este deseo imposible y a la vez patente en todos los neuróticos, en la mayoría de nosotros, toma forma en la figura de un tigre, tal vez real, tal vez virtual; un ser que no es sólo un animal salvaje sino una representación de las pulsiones, sexual, en el sentido de atracción, y de muerte, como se descubre al final. Algo que excita su curiosidad femenina y que a la vez la inquieta. El tigre es también la otredad, ese gran Otro, a quien se le supone cierto poder, pues puede tener la clave de las preguntas de la mujer: ¿Quién soy? El deseo femenino de ser sostenida por algo, alguien, que sea superior, que esté completo y responda a sus preguntas sobre sí misma: “… busqué un ancla en sus ojos”, entendida, reconocida, en su feminidad: “… había algo de comprensión en los ojos del tigre”.

La ilusión de completud se desprende también de la identificación de la narradora con lo ajeno, lo extranjero: ella viene de ninguna parte, porque es un país que ya no existe, que incluso cuando existía ya era una fantasía, una inconsistencia. Más adelante podremos reconocer al Tánger que constituía el protectorado internacional durante parte del siglo XX.

En el cuento vemos, con el ejemplo de las colonias que habitan el barrio, la diversidad de etnias, los otros, otros diferentes a la narradora. Ella pertenece a este pueblo nómada, un pueblo al que le falta la falta (lo que ocurre ilusoriamente en la estructura histérica), los llamados tanjauiis (en el marroquí hablado en Tánger, tanjaui se le llama al tangerino); pues hay en ella y en sus compatriotas un recuerdo idealizado del lugar de procedencia. ¿Por qué los tajauiis no se quedan más de cinco años en el mismo sitio?  Porque buscan su país perdido, es decir, su paraíso inalcanzable (lo que Lacan llamará el objeto a), donde realizar su deseo de satisfacción duradera. Allí donde ellos creían que eran sin la falta, el regreso a la madre, a ese estado añorado por todos que en realidad nunca existió, de ahí que no puedan pertenecer a ningún lugar, pues ¿qué ciudad, qué país, qué realidad puede llegar a colmar tal anhelo de perfección?

Vemos la neurosis del ama de casa reflejada en ese cambiar de sitio los muebles del comedor sin motivo, y un rasgo obsesivo cuando explica “Clasifiqué mis piedras en diferentes tonalidades de pardos por enésima vez”. La colección de piedras me lleva a relacionarlas con el inicial interés del bebé por sus excrementos, luego sublimado en sus juegos con arena y piedras. La observación de la vida de los dragones de su terraza, como un modo efectivo de no atreverse a vivir su propia vida manteniéndose en un microcosmos más cómodo. A la vez, esta mujer de rasgos melancólicos busca algo, alguien, donde ser por fin todo.

Nos cuenta que su ciudad real vive un estado de alerta; sobrevolada por helicópteros, vigilada por un gran Otro al que ella acude llamando por teléfono para atreverse a salir de casa, como un padre al que una adolescente pide permiso, y recorrida por otro gran Otro devorador, o en cualquier caso inquietante. ¿No está fuera de toda lógica que un animal salvaje ande suelto y ese gran Otro que vigila el territorio no sea capaz de apresarlo? ¿Acaso no se revela así que son los ciudadanos los controlados y que el tigre sirve como sistema creíble y efectivo de dominio?

Por otro lado, el elemento del tigre se me ocurre relacionarlo con la noción de ominoso, unheimlich, de siniestro, freudiana. ¿Qué hace un animal salvaje recorriendo de noche los barrios de una ciudad mediterránea?  Como escribe Freud en su artículo publicado en 19191:

«… a menudo y con facilidad se tiene un efecto ominoso cuando se borran los límites entre fantasía y realidad, cuando aparece frente a nosotros como real algo que habíamos tenido por fantástico, cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado, y cosas por el estilo» .

¿Qué es este tigre? ¿Cómo ha llegado ahí? ¿Es real o es un invento de ese gran Otro que espía a los ciudadanos, infantilizándolos para tenerlos bajo control? En su vagabundeo nocturno (todo el relato transcurre en la noche, como un sueño donde al final se cumplirá un deseo inconsciente) encuentra a un gitano.

El gitano ha olido al animal, pero no lo ha visto, aquí podemos ver la posición femenina, que enseguida imagina algo más: “¿Y a qué olía?”, pregunta ella, dispuesta a creer cualquier cosa extraña. Y la masculina, que se aferra a lo más terrenal y evidente: “Pues a tigre, ¿a qué va a oler, tanjauii? A tigre”.

La mujer va más allá, fantasea, un tigre puede oler a muchas cosas porque puede ser muchas cosas. Para ella, cuando lo huele, el animal tiene “un aroma desconocido, fuerte y a la vez delicado, ¿cómo explicarlo? Era como un recuerdo de algo olvidado durante generaciones, algo que sólo el cerebro primitivo oculto bajo nuestro sofisticado seso racional podía identificar”.

Este tigre no es sólo un tigre, es el gran Otro, es también uno mismo, no es nadie, es un fantasma. El tigre causa malestar y extrañeza, resulta inquietante, porque está fuera de su mundo natural, aparece en un contexto donde no se lo espera, y porque no se lo espera y a la vez se lo teme por el poder que ejerce sobre la narradora. “No se ha comido a nadie. Todavía”, primera vez que se desliza un significante que apunta a un temor, “todavía”, a cierto goce ante la posibilidad de que algo que se halla entre la realidad y la fantasía, lo virtual, pueda devorarla. 

Pero ella, que cree poder cerrar el agujero, completar la falta, y así encontrar su raíz, volver al lugar de su nacimiento; ella, que no sabe quién es y cree que algo ajeno tiene la respuesta a su incompletud, sale a la calle a buscar ese algo. La noche es también un elemento utilizado en la narración desde un punto de vista intranquilizador, inquietante, algo siniestro, un mal presagio: “No era una noche apacible, había algo en el ambiente que me hizo pensar en lo que deben de sentir los escaladores perdidos en la montaña justo antes de aceptar que la naturaleza les ha abandonado, que van a ser barridos por un alud gigantesco”.

Este algo que la atemoriza y que a la vez desea encontrar, es su propio fantasma, su propio deseo inconsciente de muerte, ella actúa su fantasma sumergiéndose en su goce, la pulsión de muerte, dejándose arrastrar por una promesa que no es más que su propia trampa y siendo al fin devorada por ella.

NOTAS

  1. Freud, S. (1919). “Lo ominoso”, en Obras Completas, Amorrortu editores, Tomo XVII, pág. 244.