Psicoanalista en Barcelona | Psicoanálisis

IR TAN LEJOS PARA NADA

Llegamos caminando hasta los límites del desierto. Hacía dos horas que habíamos dejado Siwa, el núcleo habitado en el oasis, errando por caminos de tierra blanca que discurrían desdibujados entre pobres construcciones de ladrillo en estado de semiabandono.

De repente todo parecía acabar allí. Al agacharme en la arena creí sentir palpitar el gran manto caliente bajo mis manos como un animal inabarcable que durmiera durante siglos; tan sólo a unos metros hacia el sur la bestia mostraba sus múltiples jorobas brillando, a la espera de que el viento sacudiera su pereza y le diera movimiento.

Me hundí unos pasos intentando alcanzar el suave horizonte ondulado; era mi propio mundo lo que se hundía conmigo. Desde los palmerales, donde los campesinos cultivan sus dátiles y aceitunas, un grupo de jóvenes amazic salieron lanzando exclamaciones de advertencia. «¡No sigáis por ahí, no sigáis por ahí, es peligroso!», parecían decir. Estos débiles pálidos debían de figurarse a sus ojos como pajizas mariposas atraídas por la luz. Nos volvimos para mirarlos, el sol en mediodía nos cegaba pero era nuestra literatura del desierto (Larry alguna vez), la que nos impelía a intentar montar la fiera oculta, a perdernos.

Los tranquilizamos con gestos y empezamos a recular lentamente con la desgana de sabernos incapaces de alcanzar lo deseable.  Tomamos un sendero diferente para el regreso, las palmeras verdeaban a lo lejos como otro sueño perdido al que se debe renunciar. Al cabo de una hora el horizonte con las tostadas casuchas del poblado seguía igual de inalcanzable, pero era por efecto del cansancio y sólo cabía seguir avanzando.

Al fijar la vista, creí distinguir a unos cinco metros una silueta familiar, y enseguida otra y otra, pellejos calcinados, esqueletos, un moridero de burros en diferentes estados de descomposición.  Quijadas descarnadas al aire, patas apuntando al firmamento, sus panzas abiertas y muchas ya secas, alguno conservando la misma postura recogida con la que se había dispuesto a morir, la cabeza aún enhiesta. Recordé las sufridas acémilas que había visto tirando de los polvorientos carritos dirigidos casi siempre por niños que los apresuraban golpeándoles la grupa con un simple palo. Era aquí donde acababan. Era aquí donde no eran enterrados. Miré al cielo; no se veían buitres sobrevolando.

«Pero ¿qué es eso? ¿Qué es eso?» Había una mezcla de incredulidad y horror en la voz de mi compañero.

«Sigue caminando», dije.