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EL GUIÑO DEL 321

Siento que me quemo por dentro cuando subo al 321. Una tila en las Camelias, un breve saludo con la mano tras la ventanilla; adiós, Mercè, adiós, Cecilia Ce.

Siento que soy yo y otra en el 321; este marzo cambió mi vida.  En la próxima parada pasaremos ante el apartamento de la señorita que se fue a París: aquellas cartas que le escribía el hombre con rostro de niño eterno; creo ver en el balcón un conejito blanco asomando, un tibio cosquilleo de pelusa blanca…

¿Nos detendremos hoy también frente a la hermosa catedral sin nombre?  Si fuera ciega podría reseguir sus contornos con un dedo, podría imaginarla más grande, más triste, más solitaria. Más sucia e irreal.  Ahí está el espacio vacío, alguien ha ofrendado tres rosas amarillas.

Es mi corazón lo que se rompe cada tarde.

Y justo antes de que estalle la guerra y nos invadan los esquimales, Jerome tal vez logre subir al 321; ¿en qué oscuro refugio escondiste todas aquellas páginas inéditas sobre el amor y la sordidez? Fue al mayor de los hermanos a quien disparaste en la pensión, el primer día de su luna de miel.

Después, por el Camino del Cisne te encontraré; un encaje, una tela de araña desplegándose. Tal vez se haya perdido nuestro tiempo y ya no podamos nunca recobrarlo. Te acostabas temprano, y debías de pensar en tu madre desde la habitación acolchada.

Siento que me quemo por dentro mientras viajo sin retorno en el 321.